Friday, July 13, 2012

La mirada de Hopper

Si hablo de Edward Hopper, es muy probable que el primer cuadro que te venga a la cabeza sea Nighthawks (Noctámbulos), esos tres clientes sentados en la barra de un diner atendidos por un camarero de blanco inmaculado y vistos desde una calle completamente desierta que ha dado lugar a incontables imitaciones y evocaciones. Pues bien, precisamente ese cuadro no podrás verlo en la exposición temporal organizada por el Museo Thyssen-Bornemisza y la Réunion des musées nationaux de Francia, pero quizá con más razón deberías acercarte a disfrutar de las otras 73 obras del artista que sí han logrado reunir en «Hopper», a secas. Y es que no hace falta decir más.

Se le considera el mejor pintor estadounidense del siglo XX y vivió en aquella época terrible en la que el país de la libertad despertó abruptamente del mascado «Sueño Americano». Meticuloso hasta la médula y algo misántropo, Hopper tuvo unos comienzos difíciles, en los que sufrió el mayor desdén y escarnio por parte de la crítica y el público: la pura ignorancia. Es un representante del realismo social, pero tal como defienden los organizadores de la exposición, clava sus raíces en el impresionismo europeo. Esto se hace patente en el papel preponderante de la luz, que no solo domina las composiciones, sino que también está presente en los títulos de sus obras: Mañana en Carolina del Sur (1955), Mañana en una ciudad (1944), Sol de mañana (1952), Conferencia por la noche (1949), etc.

Además, Hopper fue un gran historiador que retrató fielmente la soledad y el aislamiento del hombre en el mundo urbanizado. Sus paisajes son espacios ásperos, hostiles y desolados y sus escenas de interior representan situaciones típicas y vulgares, algo simplificadas. No obstante, esta sencillez es solo aparente, pues sus cuadros están impregnados de narratividad implícita, esto es, cuentan historias familiares sobre la vida en la ciudad, la soledad, la melancolía y la complejidad de las relaciones interpersonales.


Edward Hopper, Eleven a. m. (Once a. m.), 1926.
Óleo sobre lienzo, 71,3 x 91,6 cm.
Smithsonian Institution, Hirshhorn
Museum and Sculpture Garden,
Washington, D.C.


Hopper nos convierte en voyeurs que disfrutan contemplando la melancolía, la banalidad y la inmensa soledad reinantes en las intimidades de otros. El realismo es lo que tiene, interpreta la vida tal como es, sin tapujos y sin medias tintas, y nos la estampa en la cara. Sus figuras transitan por un mundo que no pinta nada bien. Son retratos estáticos de personas en movimiento. Y nosotros podemos inventar sus historias, conmovernos con sus vidas truncadas, leer la tristeza en sus semblantes y, quizá, reconocernos en ella a nosotros mismos.


Edward Hopper, Verano en la ciudad, 1949.
Óleo sobre lienzo, 50,8 x 76,2 cm.
Berry-Hill Galleries, Inc., Nueva York.


Nada nos prohíbe estar tristes de cuando en cuando. A veces, es el único remedio sensato, pues de todos es sabido que la alegría en estómago vacío no cae nada bien. Así pues, si adoleces de esa melancolía que llena los espacios entre un gozo y otro o si quieres sentirte solo entre la multitud, no te pierdas la exposición «Hopper» abierta hasta el 16 de septiembre de 2012. Si no te es posible, no te inquietes; siéntate, reposa los codos sobre el regazo, e imprégnate de realidad con Hopper allí donde estés.

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