Por algún motivo, lo primero que se me viene a la mente a la hora de hablar sobre este tema es la conocidísima fábula del ratón de campo y el ratón de ciudad. De forma resumida, con plena consciencia de que existen infinitas y sutiles variaciones, cuenta la historia de un ratón de ciudad que invita a un ratón de campo a participar de las exquisitas golosinas de su despensa urbanita, pero su festín es trágicamente interrumpido y el ratón de campo pone pies en polvorosa hacia su adorada campiña convencido de que ningún manjar es lo suficientemente delicado como para exponerse a los peligros de la ciudad.
¿Y qué relación puede guardar una fábula de la Antigüedad clásica con Francia y con la época de las guerras napoleónicas, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, los viajeros del grand tour, la industrialización, la primera proyección de los hermanos Lumière, la expansión del ferrocarril, los Salones, las Exposiciones Universales, las renovaciones artísticas y las revueltas de la recién constituida clase obrera? Pues bien, en primer lugar, en mi cabeza esos dos ratones son evidentemente franceses. No sé si será por el queso, pero Francia tiene algo (o mucho) de ratona; además, no puedo sino imaginarme al pobre ratón rural extasiado ante un despliegue de Comté, de compota de higos, de marrons glacés, de macarons, de milhojas, de magdalenas o de petisús salidos del horno del mismísimo Carême, cocinero de los reyes. En segundo lugar, el siglo XIX se caracterizó por las grandes migraciones del campo a la ciudad. Es el siglo en el que París se convierte en la ciudad por excelencia, donde la burguesía es la clase dominante, que pasea por las grandes avenidas y los bulevares, se entretiene en los grandes almacenes, va a la Ópera de Garnier o a los espectáculos de cancán, toma el metro o se reúne en los café-concerts más populares. (También fue una época marcada por epidemias devastadoras, como la del cólera, y los roedores se cuentan entre los transmisores de esta enfermedad, aunque esto le da un tinte algo macabro a la narración).
Los burgueses decimonónicos y las escenas cotidianas de su vida moderna nos resultan extremadamente familiares gracias al legado de los innovadores artistas que ejercieron de observadores e intérpretes de una era: los románticos, los realistas, los pintores paisajistas y los impresionistas. Gracias a ellos, la vida cotidiana se convirtió en el tema pictórico por excelencia y se desecharon los ideales academicistas por motivos más dramáticos que, en ocasiones, fueron objeto de burlas y suscitaron una verdadera conmoción. Un ejemplo es este Almuerzo sobre la hierba de Manet, que se exhibió por primera vez en el «Salon des Refusés» (Salón de los rechazados) autorizado por el emperador Napoleón III en 1863.
Edouard Manet, Almuerzo sobre la hierba, 1863.
Óleo sobre lienzo, 208 x 264,5 cm.
Musée d’Orsay, París.
Aunque Manet se inspiró en obras clásicas, los personajes son indudablemente modernos y los bruscos contrastes entre las luces y las sombras, así como la falta de perspectiva y de profundidad, suponen una ruptura con los convencionalismos técnicos. El artista trata simplemente de reflejar lo que su ojo ve, con sus limitaciones, y nos presenta una escena bucólica de belleza, tranquilidad y recreo. La bulliciosa modernidad del siglo XIX también supuso un resurgimiento del tema horaciano del Beatus Ille, la descansada vida alejada del mundanal ruido que alabó fray Luis de León. En definitiva, la misma cuestión vital que expone el ratón de campo, que estimó su grama y su abrojo «mucho más de allí adelante».
Hasta el 1 de enero del próximo año podrás explorar el siglo XIX tal como lo reflejaron los pintores, fotógrafos y escultores de la vida moderna. Y para abrir boca, deléitate con las «escandalosas» visiones de los artistas impresionistas que se recogen en esta obra de Nathalia Brodskaya.
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