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Wednesday, April 3, 2013

Modernismo o modernos

Hoy en día cuando oímos la palabra moderno inmediatamente la asociamos con esas personas que últimamente se han apoderado de las calles con una estética bastante definida que no deja indiferente a nadie y que les impide pasar desapercibidos. Los elementos comunes que los caracterizan son sin duda la ropa vintage y las «gafapastas». No hay mucho que se pueda objetar sobre la estrategia comercial de los vendedores de ropa de segunda mano para reactivar sus ventas y conseguir que todo un colectivo haga de la ropa vieja y usada una marca de identidad, aunque se podría argumentar que en muchas ocasiones la etiqueta vintage, irónicamente, parece convertir los viejos trapos en colecciones de temporada salidas de una casa de moda de Milán si nos fijáramos solo en los precios. Sin embargo, los que tienen que estar contentos con esta nueva moda son los fabricantes de gafas, sobre todo los de esas gafas que nadie quería llevar en el colegio porque los otros chicos se reían de ellos, pero que ahora llevan todos los actores y actrices cool ―podría decir de moda, famosos, conocidos o incluso del momento, pero no sería lo mismo―. Eso sí, los que no tienen que estar para tirar cohetes son los fabricantes de cristales, ya que por suerte para el género humano la incidencia de personas con deficiencias visuales, graves o no, no ha aumentado de la noche a la mañana, y estos jóvenes audaces solo llevan las gafas porque quieren, en muchas ocasiones sin el vidrio corrector. En caso de duda, hacer un pequeño estudio estadístico alrededor.

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Otros atributos concurrentes de esta nueva pero extendida tribu urbana son: las barbas pobladas o los finos bigotes para chicos; para chicas, los pantalones cortos, imprescindible que sean muy cortos, con chaqueta; para chichos, camisetas con cuello de pico hasta la cintura, donde pueda verse mucho pelo o un tatuaje; los vestidos cortos y estampados para chicas; pantalones largos, lo más ajustados posible y que no tapen los calcetines; calcetines con colores muy vivos o, mejor incluso, los chicos sin calcetines y las chicas medias con agujeros; tatuajes bien visibles y originalmente redundantes, motivos chinos o marineros, con preferencia por la muñeca, el cuello, el pecho o, por qué no, en todo el brazo y con muchos colores; botas de combate militar para la batalla urbana diaria; un skate ―o monopatín de toda la vida―; un colgante que llegue hasta el estómago y haga apología de los años 70 en adelante; una bicicleta de colores puros con frenos de contrapedal, manillar recto y ruedas extrafinas ―que tras una ligera búsqueda he conseguido averiguar que se denominan fixie―; una extrema delgadez; y, por último, aunque podría seguir con la lista durante un par de párrafos más y aunque básicamente todo se reduzca a dar primacía a la estrafalaria combinación de ropa pasada de moda, el punto más importante: mezclar los idiomas inglés y español a partes iguales y a ser posible dentro de la misma frase.

Allá por el siglo XVII hubo una batalla entre antiguos y modernos, ni mucho menos una pelea entre pensionistas y jovenzuelos eclécticos, que abrió un gran debate acerca de lo que era más importante: si la imitación de los autores denominados clásicos o antiguos, es decir, los griegos y los romanos, como modelo de creación artística perfecta e insuperable, o una innovación adaptada a la época contemporánea y que diera cabida a nuevas formas artísticas. Este debate que dura hasta el día de hoy, y que se limitaba a la literatura, es aplicable también a la pintura y escultura. Si no que se lo digan a Will Grohman, quien se vio inmerso en una situación parecida en pleno siglo XX cuando decidió erigirse en el crítico artístico que abanderara el arte moderno y abstracto posterior a la Segunda Guerra Mundial. Su caso es particular porque tenía dos frentes abiertos, por una parte, insistía en defender la legitimidad del arte abstracto frente a posiciones figurativas intransigentes y, por otra, estaba empeñado en promocionar el arte germano en una época en que todo aquello que viniera de Alemania despertaba un gran recelo. Este doble apoyo incondicional, al arte moderno en general y al arte alemán en particular, así como el descubrimiento de grandes nombres del siglo XX le convirtieron en una figura imprescindible de la crítica artística europea y norteamericana durante más de 50 años. Su nombre aparece una y otra vez en los textos que discursan sobre figuras tan importantes como Kirchner, Kandinsky, Braque o Klee y su voz se convirtió en un referente internacional para hablar de estos artistas, algunos de los cuales se lo agradecieron con retratos. Asimismo, ofreció su apoyo a movimientos artísticos innovadores como Die Brücke, Art Informel, o incluso Bauhaus. Su biografía profesional destaca como ejemplo del potencial que posee la crítica para cambiar la concepción artística predominante, sus reseñas modelaron la historia del arte y sus monográficos y catálogos razonados continúan sirviendo de estándar hasta el día de hoy. Uno de sus grandes logros fue mediar entre todas las partes involucradas en el mundo del arte: artistas, galerías, museos, medios de comunicación y público, con el objetivo de conseguir una mayor audiencia para un arte vanguardista que necesitaba una forma de percepción diferente.

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Vasili Kandinsky, Composición VIII, 1923. Óleo sobre lienzo, 140 x 201 cm. Solomon R. Guggenheim Museum.


Por todos estos motivos, las Staatliche Kunstsammlungen Dresden, o lo que es lo mismo las Colecciones Nacionales de Dresde, Alemania, en concreto la Galería de arte de Lipsiusbaum, Kunsthalle im Lipsiusbau, le dedicaba hace poco una exposición en la que reunían pinturas, esculturas, dibujos, fotografías y un montaje de video de artistas contemporáneos junto con la colección de arte del propio Grohmann, por primera vez en exposición en Dresde desde 1933. Con esta interacción se buscaba
acentuar las vías ocultas en que los artistas y los trabajos se relacionan entre ellos, y cómo Grohmann facilitó la creación de redes para la promoción del modernismo. La exposición se llamaba En la red del modernismo. Kirchner, Braque, Kandinsky, Klee ... Richter, Bacon, Altenbourg y su crítico Will Grohmann, y podéis ver un resumen aquí (en inglés).

Sinceramente, ¡qué alivio! Y pensar que los que se autodenominan modernos justamente utilizan lo contrario para definirse. La vida está llena de contradicciones, no vamos a descubrir nada con esta afirmación, pero menos mal que nos queda el consuelo de volver a la ruptura de modelos establecidos y a su adaptación a una nueva forma de percepción de la realidad para entender lo que significa de verdad proponer un avance modernista. Aunque, claro, lo mismo estos chicos y chicas piensan que sus indumentarias estrepitosas los acercan al futuro sin necesidad de desprenderse de sus raíces ancestrales. No. No creo. Dudo que detrás de la elección de la forma de vestir de esta plaga urbana haya una meditación demasiado profunda e interiorizada. Volvamos a lo nuestro…

No obstante, aunque la muestra haya pasado no debemos dejar caer ninguna lágrima, ya que por suerte tenemos a nuestra disposición estos tres fabulosos monográficos que harán las delicias de los amantes del arte moderno: Klee, de Donald Wigal (en español), Kirchner, de Klaus Carl (en inglés), y Kandinsky, de Victoria Charles (en español). En ellos podremos disfrutar de las obras más representativas de estos artistas en imágenes de gran formato que nos permitirán apreciar los magníficos detalles que los hicieron imprescindibles, y todo esto sin preocuparnos de temer que el gusto por el arte moderno, aunque sea del siglo pasado, nos convierta necesariamente en modernos gafapastas.

Tuesday, September 25, 2012

Almuerzo sobre la hierba y ratones en la despensa

Con el afán de presentar sus colecciones al público de una forma diferente, el Nationalmuseum ha organizado una exposición sobre la Francia del siglo XIX y la vida moderna que surgió en ese convulso siglo, concretamente en el período comprendido entre la Revolución Francesa y el estallido de la primera guerra mundial.

Por algún motivo, lo primero que se me viene a la mente a la hora de hablar sobre este tema es la conocidísima fábula del ratón de campo y el ratón de ciudad. De forma resumida, con plena consciencia de que existen infinitas y sutiles variaciones, cuenta la historia de un ratón de ciudad que invita a un ratón de campo a participar de las exquisitas golosinas de su despensa urbanita, pero su festín es trágicamente interrumpido y el ratón de campo pone pies en polvorosa hacia su adorada campiña convencido de que ningún manjar es lo suficientemente delicado como para exponerse a los peligros de la ciudad.

¿Y qué relación puede guardar una fábula de la Antigüedad clásica con Francia y con la época de las guerras napoleónicas, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, los viajeros del grand tour, la industrialización, la primera proyección de los hermanos Lumière, la expansión del ferrocarril, los Salones, las Exposiciones Universales, las renovaciones artísticas y las revueltas de la recién constituida clase obrera? Pues bien, en primer lugar, en mi cabeza esos dos ratones son evidentemente franceses. No sé si será por el queso, pero Francia tiene algo (o mucho) de ratona; además, no puedo sino imaginarme al pobre ratón rural extasiado ante un despliegue de Comté, de compota de higos, de marrons glacés, de macarons, de milhojas, de magdalenas o de petisús salidos del horno del mismísimo Carême, cocinero de los reyes. En segundo lugar, el siglo XIX se caracterizó por las grandes migraciones del campo a la ciudad. Es el siglo en el que París se convierte en la ciudad por excelencia, donde la burguesía es la clase dominante, que pasea por las grandes avenidas y los bulevares, se entretiene en los grandes almacenes, va a la Ópera de Garnier o a los espectáculos de cancán, toma el metro o se reúne en los café-concerts más populares. (También fue una época marcada por epidemias devastadoras, como la del cólera, y los roedores se cuentan entre los transmisores de esta enfermedad, aunque esto le da un tinte algo macabro a la narración).

Los burgueses decimonónicos y las escenas cotidianas de su vida moderna nos resultan extremadamente familiares gracias al legado de los innovadores artistas que ejercieron de observadores e intérpretes de una era: los románticos, los realistas, los pintores paisajistas y los impresionistas. Gracias a ellos, la vida cotidiana se convirtió en el tema pictórico por excelencia y se desecharon los ideales academicistas por motivos más dramáticos que, en ocasiones, fueron objeto de burlas y suscitaron una verdadera conmoción. Un ejemplo es este Almuerzo sobre la hierba de Manet, que se exhibió por primera vez en el «Salon des Refusés» (Salón de los rechazados) autorizado por el emperador Napoleón III en 1863.

 


Edouard Manet, Almuerzo sobre la hierba, 1863.
Óleo sobre lienzo, 208 x 264,5 cm.
Musée d’Orsay, París.


 

Aunque Manet se inspiró en obras clásicas, los personajes son indudablemente modernos y los bruscos contrastes entre las luces y las sombras, así como la falta de perspectiva y de profundidad, suponen una ruptura con los convencionalismos técnicos. El artista trata simplemente de reflejar lo que su ojo ve, con sus limitaciones, y nos presenta una escena bucólica de belleza, tranquilidad y recreo. La bulliciosa modernidad del siglo XIX también supuso un resurgimiento del tema horaciano del Beatus Ille, la descansada vida alejada del mundanal ruido que alabó fray Luis de León. En definitiva, la misma cuestión vital que expone el ratón de campo, que estimó su grama y su abrojo «mucho más de allí adelante».

Hasta el 1 de enero del próximo año podrás explorar el siglo XIX tal como lo reflejaron los pintores, fotógrafos y escultores de la vida moderna. Y para abrir boca, deléitate con las «escandalosas» visiones de los artistas impresionistas que se recogen en esta obra de Nathalia Brodskaya.