«Death: A Self-Portrait» se divide en cinco bloques: la contemplación de la muerte y la intrascendencia de los placeres mundanos; el omnia mors aequat y la fugacidad de la vida; las muertes violentas a causa, sobre todo, de la guerra; la lucha entre las pulsiones de vida y de muerte, y la honra a los difuntos en distintas culturas. Se trata en definitiva de ver la muerte como parte natural de la vida.
Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, 1513.
Buril, 24,6 x 18,8 cm.
Rijksmuseum, Ámsterdam
En teoría, esta debería ser la actitud más razonable: la cesación de la vida es terrible e irremediable, así que quizá el precio que debemos pagar para hallar redención sea aceptar que todo sigue su curso a pesar de las pérdidas. No obstante, lo cierto es que la idea de la muerte suele causar repulsión, especialmente cuando trunca vidas jóvenes e inocentes en circunstancias trágicas. En tales casos es macabra, sórdida, mezquina, ruin, miserable, sucia, funesta, sombría y terriblemente triste. El primero de estos calificativos me resulta particularmente interesante. «Macabro» se define académicamente como ‘que participa de la fealdad de la muerte’ y su origen parece derivarse* del francés macabre y, concretamente, de las «danzas macabras» medievales. Se trataba de composiciones en las que la muerte invita a bailar a diversos personajes, incluidos el papa, el obispo, el emperador, el labriego y el herrero, y que tenían una doble finalidad. Por un lado, recordaban la importancia de morir cristianamente y, por el otro, satirizaban con el poder igualatorio de la muerte.
Lo cierto es que la muerte ha jugado un papel nada despreciable en las artes. Las danzas de la muerte, por ejemplo, no sólo forman parte de la literatura medieval, sino que se han reinterpretado en la pintura, en la música —el poema sinfónico de Saint-Saëns— y en el cine —quién podría olvidar la visión de Jof en El séptimo sello—. Disney también nos legó su propia versión y en la localidad girondina de Verges se procesiona una de estas danzas durante la Semana Santa. En la mayoría de los casos, la muerte se representa como un esqueleto o como una vecchia signora que siega las vidas de los pobres mortales con su guadaña. Suele llevar un reloj, que recuerda el inexorable paso del tiempo, y a veces monta un rocín famélico, como en la lámina de Durero El caballero, la muerte y el diablo.
Rembrandt, El buey desollado (detalle), 1655.
Óleo sobre lienzo, 94 x 69 cm.
Musée du Louvre, París.
Para Terry Pratchett, la muerte es de género masculino, habla siempre en mayúsculas y «cuando visitó a Mort, le ofreció trabajo». Y no ha sido él el único que planteó la posibilidad de que la muerte se tome un descanso. Saramago exploró esta idea en profundidad en su obra Las intermitencias de la muerte: «la intención que me indujo a interrumpir mi actividad, la de parar de matar, a envainar la emblemática guadaña que imaginativos pintores y grabadores de otros tiempos me pusieron en la mano, fue ofrecer a esos seres humanos que tanto me detestan una pequeña muestra de lo que para ellos sería vivir siempre, es decir, eternamente».
El reloj de arena, o de sol, o de bolsillo, no es el único elemento que se suele asociar a la muerte. También se acompaña de animales en descomposición, humo, burbujas, flores marchitas, instrumentos musicales, fruta pasada, cruces, repiques de campanas y restos humanos. Muchos de estos símbolos se pueden encontrar en la detallada obra moral del flamenco Pieter Brueghel El triunfo de la muerte. Para Rembrandt, la muerte se materializa en forma de un buey abierto en canal, cuya carne contrasta con la pálida tez de una mujer que observa desde la distancia. Ivo Saliger vio la muerte como un esqueleto que arranca la vida de su hermana fallecida a los 22 años de los brazos de un doctor, que se esfuerza por salvarla. Goya retrató la muerte en sus Pinturas negras y dejó constancia de los horrores sucedidos durante la Guerra de la Independencia en una serie de oscuras estampa. En ellas, se ofrece una visión de la violencia de la que es capaz el ser humano y se da a entender que todo es vanidad, incluso la paz y la guerra de los hombres, y está abocado a la muerte.
Francisco de Goya y Lucientes, Grande hazaña! Con muertos!
Prueba de estado. Desastre 39, 1810-1815.
Estampa sobre papel, 21 x 30 cm.
Staatliche Museen zu Berlin, Berlín.
La muerte también juega un papel fundamental en los cuentos de hadas de la tradición oral. En La bella durmiente, por ejemplo, el rey y la reina anhelaban una hija, quizá porque morir sin descendencia supondría una muerte eterna. Más tarde, Aurora se pincha el dedo con el huso de una rueca, que según la maldición de la decimotercera hada debía quitarle la vida. El hilo también es una imagen a la que se suele recurrir en relación con la muerte. No en vano, también se la llama parca («Ay, si un día para mi mal viene a buscarme...») y aquellas, las Moiras griegas o las Parcas romanas, eran tres viejas hermanas, Cloto, Láquesis y Átropos, de las cuales la primera hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la existencia de los hombres. (También hilandera es Maya, una deidad que teje el velo de la ilusión con hilos invisibles, pero sé que me meto en camisa de once varas si empiezo con esto y luego paso a la profecía maya acerca del fin del mundo...).
Así pues, la muerte no solo es un término, sino que también es un comienzo, en cuanto a que constituye una grandiosa fuente de inspiración. Se puede fantasear con ella y transformarla en un juego de niños y adultos como hicieran Edward Gorey o Charles Addams, o más recientemente, Tim Burton o Neil Gaiman. Se puede examinar de forma aséptica y objetiva, como el enguatado Hércules Poirot de la reina del crimen. Puede tener una imagen amable, e incluso atractiva, como la de Brad Pitt en Conoces a Joe Black, o ser hija del amor. Puede ser una paloma muerta esbozada en un cuaderno por el pequeño Luc en Chocolat o filmada por Ricky Fitts en American Beauty. Puede estar implícita en un mechón de pelo atado con una cinta y guardado en un cajón. Puede ser una mujer cadavérica con patas de zancuda que sobrevuela los cielos de París y siembra la ciudad de bebés nonatos. Puede ser un elaborado y colorido altar adornado de flores y frutas. Puede ser un rastro de sangre, una cama vacía, un escalofrío...
Pieter Brueghel «el Viejo», El triunfo de la Muerte, c. 1562.
Óleo sobre tabla, 117 x 162 cm.
Museo Nacional del Prado, Madrid.
Si piensas pasarte por Londres antes del 24 de febrero, marca en tu mapa la Eaton Road y recuerda que la muerte no le hace ascos a nadie, así que tal vez lo mejor sea llevarse bien con ella. Si no puedes desplazarte hasta allí, no dejes de compartir tus impresiones sobre la muerte en la página web de la exposición. Y si estás de acuerdo con aquello de que toda muerte nos disminuye porque estamos ligados a la humanidad y quieres aprender un poco más sobre las que plasmaron algunos de los más grandes artistas, no te pierdas nuestras fantásticas monografías sobre Durero, Rembrandt y Goya ni este ebook de Arturo Graf sobre el Diablo en el arte.
*Digo parece porque también es posible que las «almacabras» o cementerios musulmanes tengan algo que decir a este respecto.
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