François Lemoyne, El Tiempo salvando a la Verdad de la Falsedad y la Envidia,
1737. Óleo sobre lienzo, 180.5 x 148 cm. Wallace Collection, Londres.
Recuerdo leer en algún lado, seguramente en un libro de citas, que la verdad es un poliedro del que cada uno ve una cara. En este caso, me parece que esta inocente frase viene al pelo para describir la obsesión de Matisse. Por dos motivos. El primero es que pretendía simplificar las líneas para facilitar la representación del cuerpo humano sin tener en cuenta su relación con la realidad. No entraremos a discutir si el arte moderno y su alejamiento de la representación figurativa es el resultado de una exploración de la decadencia espiritual del siglo XX, o el reflejo del rechazo frontal a los patrones artísticos académicos imperantes. Ambos pueden ser (y son) argumentos acertados del desarrollo de la pintura, aunque una explicación que siempre me pareció extremadamente convincente por su sencillez afirmaba que la creciente disparidad entre pintura y realidad se debía a la aparición de la fotografía. Si ya existía un medio que pudiera reflejar la realidad con mayor fidelidad de la que jamás podría alcanzar un cuadro, entonces la exploración del arte tenía que alejarse lo más posible de la imitación para buscar nuevas formas de expresar lo que los ojos veían. Por tanto, parece innegable que Matisse solo podía buscar la perfección de aquello que reconocían sus ojos y no así ningún tipo de verdad absoluta, ni mucho menos que estuviera en directa relación con la realidad.
El segundo motivo es la pretensión de unificar el gusto universal consiguiendo el cuadro verdaderamente perfecto. Se puede decir sin mucho miedo a equivocarse que La Mona Lisa de Leonardo da Vinci es uno de los cuadros que más admiración despierta entre todos los estratos culturales, ya sea por el reconocimiento de su importancia o por el simple asombro borreguil. No obstante, sería arriesgado afirmar que no hay una sola persona a quien no disguste el cuadro sea cual fuere el motivo del rechazo. A mí, personalmente, siempre me pareció muy curioso que la atención en la sala donde se expone La Gioconda se dirigiera única y exclusivamente hacia esa tela de 77 x 53 cm. ―en mis experiencias en el Louvre, la gente entra en la sala, galopa hacia el cuadro y se agolpa en frente suyo, ignorando todo lo que se encuentra alrededor― cuando justo detrás se encuentra una obra maestra de Veronese que además cuenta con el honor de ser la mayor pintura, en tamaño, de que dispone el Louvre. Un imponente trabajo de 677 x 994 cm. Una obra en la que se puede uno pasar horas observando los detalles tan representativos de la época en que fue pintada y aprender de las polémicas que suscitó su creación. Con esto no estoy diciendo que desprecie La Gioconda como trabajo, sino que puede haber motivos suficientes, por simples que estos sean, para estar en contra de una obra, aunque esta se considere la mayor obra maestra de la historia, valga la redundancia. En consecuencia, confío en que la búsqueda de Matisse por alcanzar la obra verdadera fuera más un intento de progresar técnicamente que una ambición real por encontrar el cuadro que combinara las más dispares sensibilidades artísticas, pues es casi imposible que aquello que gusta a una persona encuentre su par en las inclinaciones de todos los demás.
Paolo Veronese, Las bodas de Caná. Óleo sobre lienzo, 677 x 994 cm. Musée du Louvre, París.
Sin embargo, no permitas que mis observaciones sobre la validez o no del argumento que guio la vida de este polifacético artista, y que recientemente homenajeó el Metropolitan Museum of Art de Nueva York en su exposición In search of True Painting, te alejen del descubrimiento de su vasta obra. En Parkstone ponemos a tu disposición dos trabajos de Victoria Charles, Naturaleza Muerta y Flores, para que descubras algunos de los aspectos menos conocidos de la exploración artística de Matisse.
Man O’ Letter.
No comments:
Post a Comment