Aún no he conseguido formarme una opinión acerca de qué me parece que los museos de arte hayan abierto sus puertas al mundo de la moda. Quizá porque me parece un mundo básicamente frívolo, soy incapaz de poner al mismo nivel la alta costura y el gran arte. Una buena pintura resiste el paso del tiempo; un vestido no tiene mucho sentido si nadie se lo pone. Me dirán que hay muchos matices que atender y que me ciegan los prejuicios, pero siempre he pensado que cuanto más dedica uno a decorarse por fuera más vacío está por dentro.
No es extraño, por tanto, que me haya llamado la atención una de las exposiciones actuales del Metropolitan Museum de Nueva York. Y no porque haya montado una exposición sobre moda (lleva tiempo haciéndolo), sino porque la dedica nada menos que a la estética punk y al uso que han hecho de ella los diseñadores de más renombre. La verdad es que ya a bote pronto las palabras punk y museo parecen contradictorias. No voy a asumir aquí el papel del punk ofendido porque no soy un punk, si bien una parte de mi adolescencia estuvo marcada por pantalones vaqueros rotos y demás prendas anti-preciosistas como reacción contra la importancia excesiva que se le otorga en nuestra sociedad a la imagen exterior de las cosas. (Entonces no me daba cuenta de que mi imagen no dejaba de ser un estereotipo más.) Aunque ahora mis postulados estéticos no son tan radicales, sigo manteniendo en mente ese rechazo a dedicar grandes cantidades de dinero a la ropa, lo cual no es incompatible con que a uno le guste vestir bien.
No deja de ser curioso comprobar que lo que a finales de los años 70 surgió como un gran corte de manga al establishment fuera absorbido tan cómodamente por el “sistema” que intentaba destruir, hasta el punto de que la estética de pinchos, imperdibles y telas rasgadas haya pasado a formar parte no sólo de la moda para las masas sino de las pasarelas reservadas a una élite económica muy reducida. No hay por qué sorprenderse; es una historia bien conocida. También pasó con los hippies o Kurt Cobain.
La explosión primigenia del punk vino a ser un soplo de aire fresco en cuanto que cada uno apañaba su ropa como le venía en gana, al margen de resultados más o menos acertados. Pero si algo nos demuestra la evolución vertiginosa de la cultura pop es que la publicidad y la moda convierten todo asomo de genuina creatividad espontánea en productos plastificados fácilmente reproducibles. Nada más opuesto al espíritu D.I.Y. (Do-It-Yourself, literalmente Hazlo tú mismo) preconizado por el punk. Yo dejé de ponerme vaqueros rasgados cuando comprobé que las tiendas empezaban a vender ropa que venía rota de fábrica.
La moda siempre me ha interesado infinitamente menos que la música, con lo que el abandono de los vaqueros rotos no conllevó tirar a la basura mis discos de The Clash, Sex Pistols, The Damned, Dead Kennedys, etc., los cuales he seguido escuchando hasta hoy. Como pasa con el arte, la música perdura y la moda... pues eso, es moda. Que me disculpen los divos de la alta costura, pero su acercamiento al punk tiene un aire inevitable de superficialidad, como el niño que se entusiasma con un juguete nuevo y a los dos días se ha olvidado de él. Para un servidor, si uno busca algo parecido al arte en el punk lo mejor que puede hacer es deleitarse con los primeros álbumes de los Ramones o con Spiral Scratch de los Buzzcocks, el manifiesto D.I.Y. por excelencia.
La exposición Punk: Chaos to Couture se puede ver en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York hasta el 14 de agosto. Y después, una lectura del libro Pop Art de Eric Shanes seguramente te ayude a entender por qué no hay nada a priori incompatible con la cultura de masas.
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